La gloria de los feos
Me fijé en Lupe y Lolo, hace ya muchos años, porque
eran, sin lugar a dudas, los raros del barrio. Hay niños que desde la
cuna son distintos y, lo que es peor, saben y padecen su diferencia. Son
esos críos que siempre se caen en los recreos; que andan como almas en
pena, de grupo en grupo, mendigando un amigo. Basta con que el profesor
los llame a la pizarra para que el resto de la clase se desternille,
aunque en realidad no haya en ellos nada risible, más allá de su destino
de víctimas y de su mansedumbre en aceptarlo.
Lupe y
Lolo eran así: llevaban la estrella negra en la cabeza. Lupe era hija
de la vecina del tercero, una señora pechugona y esférica. La niña salió
redonda desde chiquitita; era patizamba y, de las rodillas para abajo,
las piernas se le escapaban cada una para un lado como las patas de un
compás. No es que fuera gorda: es que estaba mal hecha, con un cuerpo
que parecía un torpedo y la barbilla saliéndole directamente del
esternón.
Pero lo peor, con todo, era algo de dentro;
algo desolador e inacabado. Era guapa de cara: tenía los ojos grises y
el pelo muy negro, la boca bien formada, la nariz correcta. Pero tenía
la mirada cruda, y el rostro borrado por una expresión de perpetuo
estupor. De pequeña la veía arrimarse a los corrillos de los otros
niños: siempre fue grandona y les sacaba a todos la cabeza. Pero los
demás críos parecían ignorar su presencia descomunal, su mirada
vidriosa; seguían jugando sin prestarle atención, como si la niña no
existiera. Al principio, Lupe corría detrás de ellos, patosa y torpona,
intentando ser una más; pero, para cuando llegaba a los lugares, los
demás ya se habían ido. Con los años la vi resignarse a su inexistencia.
Se pasaba los días recorriendo sola la barriada, siempre al mismo paso y
doblando las mismas esquinas, con esa determinación vacía e inútil con
que los peces recorren una y otra vez sus estrechas peceras.
En cuanto a Lolo, vivía más lejos de mi casa, en otra
calle. Me fijé en él porque un día los otros chicos le dejaron atado a
una farola en los jardines de la plaza. Era en el mes de agosto, a las
tres de la tarde. Hacía un calor infernal, la farola estaba al sol y el
metal abrasaba. Desaté al niño, lloroso y moqueante; me ofrecí a
acompañarle a casa y le pregunté que quién le había hecho eso. «No
querían hacerlo», contestó entre hipos: «Es que se han olvidado». Y
salió corriendo. Era un niño delgadísimo, con el pecho hundido y las
piernas como dos palillos. Caminaba inclinado hacia delante, como si
siempre soplara frente a él un ventarrón furioso, y era tan frágil que
parecía que se iba a desbaratar en cualquier momento. Tenía el pelo
tieso y pelirrojo, grandes narizotas, ojos de mucho susto. Un rostro
como de careta de verbena, una cara de chiste. Por entonces debía de
estar cumpliendo los diez años.
Poco después me
enteré de su nombre, porque los demás niños le estaban llamando todo el
rato. Así como Lupe era invisible, Lolo parecía ser omnipresente: los
otros chicos no paraban de martirizarle, como si su aspecto de triste
saltamontes despertara en los demás una suerte de ferocidad
entomológica. Por cierto, una vez coincidieron en la plaza Lupe y Lolo:
pero ni siquiera se miraron. Se repelieron entre sí, como apestados.
Pasaron
los años y una tarde, era el primer día de calor de un mes de mayo, vi
venir por la calle vacía a una criatura singular: era un esmirriado
muchacho de unos quince años con una camiseta de color verde
fosforescente. Sus vaqueros, demasiado cortos, dejaban ver unos tobillos
picudos y unas canillas flacas; pero lo peor era el pelo, una mata
espesa rojiza y reseca, peinada con gomina, a los años cincuenta, como
una inmensa ensaimada sobre el cráneo. No me costó trabajo reconocerle:
era Lolo, aunque un Lolo crecido y transmutado en calamitoso
adolescente. Seguía caminando inclinado hacia delante, aunque ahora
parecía que era el peso de su pelo, de esa especie de platillo volante
que coronaba su cabeza, lo que le mantenía desnivelado.
Y
entonces la vi a ella. A Lupe. Venía por la misma acera, en dirección
contraria. También ella había dado el estirón puberal en el pasado
invierno. Le había crecido la misma pechuga que a su madre, de tal
suerte que, como era cuellicorta, parecía llevar la cara en bandeja. Se
había teñido su bonito pelo oscuro de un rubio violento, y se lo había
cortado corto, así como a lo punky. Estaban los dos, en suma,
francamente espantosos: habían florecido, conforme a sus destinos, como
seres ridículos. Pero se los veía anhelantes y en pie de guerra. Lo
demás, en fin, sucedió de manera inevitable. Iban ensimismados, y
chocaron el uno contra el otro. Se miraron entonces como si se vieran
por primera vez, y se enamoraron de inmediato. Fue un 11 de mayo y,
aunque ustedes quizá no lo recuerden, cuando los ojos de Lolo y Lupe se
encontraron tembló el mundo, los mares se agitaron, los cielos se
llenaron de ardientes meteoros. Los feos y los tristes tienen también
sus instantes gloriosos.