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El último libro de Rosa Montero: Nosotras
El monstruo de lago
Llevaba dos semanas comiendo porquerías y durmiendo en
los bed and breakfast más modestos, pero el dinero se le iba de entre
las manos como agua. El coche y el alcohol, eso era lo que le
descabalaba el presupuesto. El alquiler del coche era lo peor, pero no
había otra manera de moverse. La editorial le pagaba cuatro mil pesetas
de dietas al día, lo cual, aunque Escocia estuviera barata, era casi una
burla. Así que se alimentaba con la bazofia de los pubs, salchichas
purpúreas y guisantes de lata, todo regado con unas cuantas pintas de
cerveza. Eso estaba comiendo ahora, precisamente, acodado en la mesa de
un pub, junto a la carretera. Un local oscuro como un mal pensamiento,
aunque todavía no eran las cuatro de la tarde. Afuera, más allá de los
ventanucos, el día moría prematuramente, agobiado por un cielo de
nubarrones negros. Sólo estaban a primeros de noviembre, pero hacía ya
un frío insoportable. El lago, al otro lado de la carretera, tenía el
color helado del mercurio. No tardaría en nevar.
– ¿Es suyo el coche que hay delante?
M.
se sobresaltó y miró hacia atrás dos veces, una por encima de cada
hombro, buscando la persona a quien la pregunta podría ir dirigida: no
estaba acostumbrado a despertar ningún tipo de interés. Pero detrás de
él no había nadie. Contempló entonces con más atención al hombre que
había formulado la pregunta. Era un tipo de cráneo y vientre redondos,
grandes narizotas, ojos de miope. Poseía el aspecto de no haber tenido
ni una sola idea propia en toda su vida.
– Supongo que sí -respondió M., en aceptable inglés.
– ¿Extranjero?
– Español.
– ¿Viajando?
– Voy a Inverness.
Tras
este breve interrogatorio, el hombrecillo calló, aparentemente
satisfecho. M. volvió a su salchicha, fría ya y con sabor a nitratos. Un
asco. Como se pasaba los días conduciendo y trabajando, sólo comía una
vez por jornada, un almuerzo tardío. Luego seguía camino y por las
noches, antes de acostarse, se metía unos whiskys en el cuerpo.
Bastantes whiskys. Pero no se consideraba un alcohólico: sólo bebía para
poder dormir.
– ¿Le importa si me siento un ratito con usted? -dijo el hombre.
– No,
no… -contestó M. sorprendido. Ellos dos, el hombre y él, eran los
únicos parroquianos que había en el local. Cosa que no era de extrañar,
porque el pub se levantaba en mitad de la nada, entre colinas sombrías y
desiertas. Seguramente el tipo se encontraba aburrido de estar solo y
de ahí su locuacidad y su insistencia. Un pelmazo. Tenía todo el aspecto
de ser un pelmazo. Pero a M. no le importaba: incluso agradecía su
presencia. Llevaba dos semanas sin hablar con nadie, más allá de las
mínimas frases necesarias para ordenar una comida y de las monótonas
preguntas de su trabajo: «¿El garaje está incluido en el precio?»,
«¿cuántas habitaciones tiene?», «¿cuánto cuesta el menú?». Cómo odiaba
su empleo. De entre todas las guías de viajes más baratas, más feas y
peor hechas del mundo, las Orbe se llevarían sin esfuerzo el primer
premio. La editorial las vendía por dos perras a una serie de periódicos
regionales, y éstos las regalaban, una cada semana, junto con el diario
de los domingos. Eran unos librillos confeccionados a puñetazos,
plagados de erratas y tan mal pegados que no aguantaban el recorrido del
quiosco a la casa sin perder alguna hoja.
– ¿A qué se dedica usted? -inquirió el hombre. Unos matojos de pelos negros sobresalían de sus narizotas.
– Soy periodista. -¡Qué interesante! -dijo el tipo. Y parecía de verdad impresionado.
Porque
no sabe, se dijo M. Porque no sabe. Lo que peor llevaba era tener que
entrar en los hoteles de lujo a preguntar las tonterías que preguntaba. Y
cruzar los larguísimos vestíbulos soportando la mirada suspicaz y
desdeñosa del conserje. Porque con él nunca se equivocaban los conserjes
de los grandes hoteles: siempre sabían, desde la primera ojeada, que él
no podía ser un cliente.
– Entonces quizá le
interese saber quién soy yo -dijo el hombrecillo en tono modesto-. Yo,
verá usted, soy el monstruo del lago Ness.
Me
resopló, súbitamente dolido. Pero, entonces, ¿el tipo se estaba mofando
de él? ¿Le había reconocido, de la misma manera que le reconocían los
conserjes de los hoteles de lujo, como un objetivo fácil para la burla?
Pero no, el hombrecillo parecía estar hablando en seno.
– Claro,
ya comprendo que a usted le costará creerme -tartamudeó-. Pero es que,
¿cómo explicarle?, yo soy la apariencia humana del monstruo.
Un
loquito, eso era. A M. no le asustaban los locos. Al contrario, con
ellos se sentía incluso más a gusto. Con ellos no se veía en la
obligación de justificarse por lo mal que le había ido en la vida. A los
locos no les importaba que tuviera el hígado hecho papilla o que, a los
cincuenta y cuatro años, viviera solo como un perro en una sórdida
pensión madrileña. Ni que esta miserable chapuza de las guías se la
hubieran dado casi por compasión.
– Y, entonces, ¿el verdadero monstruo dónde está? -preguntó por decir algo,
– Ahí
abajo -contestó el tipo señalando con solemnidad el turbio lago que
asomaba a través de la ventana-. Ahí, arropado por toneladas de agua
fría. Está durmiendo.